Escrito Por: Iván Salinas
En una cabaña, envuelta de cerros, el leal Martin Jiménez se recordó a si mismo su juramento: «Seré leal». Pero fue de este recordatorio que prosiguió esta pregunta en su mente: «¿Pero a que costo?»
—Mi vida —dijo en voz alta sin percatarse.
Le ardían los ojos. Las ojeras enfatizaban su cansancio. Su rostro estaba repleto de tierra y sudor igual que su vestimenta. Quería dormir. Quería bajar su guardia y descansar no solo por esa noche; lo quería hacer por el resto de su vida. Se sentía desgastado. Pero ¿Cómo? ¿Como iba a poder descansar?
El patrón estaba a unos cuantos metros de Martin haciendo una llamada. —¿Qué dijiste? —le pregunto a Martin al escuchar su comentario.
—Nada —respondió Martin.
El patrón volvió a su llamada. Tenía ya treinta y seis horas desde que la pesadilla de Martin comenzó.
«Se lo buscaron» pensó Martin. «Si nos hubieran escuchado, ahorita estuvieran vivos.» Pero al mismo tiempo no podía esconder la noción de que fueron Martin y sus compañeros los verdaderos culpables de lo sucedido.
La tarea de ese otro hombre de familia era simple: enterrar las maletas de droga y dinero bajo su casa, bajo sus sembríos. Si regresaban y no estaban en su lugar, iban a matar a toda la familia y desquitarse con el resto del pueblo también. Aquel hombre les resulto más necio de lo que pensaron. Efectivamente, cuando regresaron, la droga fue enterrada pero dos maletas de dinero fueron abiertas y llenadas con ladrillos a la mitad. Así que el patrón de Jiménez hizo a toda la familia del hombre que se pusiera de rodillas. Los hizo rogar por sus vidas. Los puso a los cuatro alineados, del más grande al más pequeño. Había una niña que lloraba. Era la más pequeña de la familia. Lloraba por el forcejeo que sentía; por la ignorancia que le llenaba la mente. No sabía porque se hincaba, no sabía porque su padre y su madre temblaban de miedo y le salían lágrimas por los ojos. De la nada, sintió algo en su nuca de figura redonda y después…cerró los ojos. Su cadáver cayó al piso. La madre agonizó, pero antes de que llegara a abrazar el cuerpo de su hija, el patrón de Jiménez le disparo tres veces en la espalda, haciendo que su cuerpo cayera enfrente del hijo y el padre. Quedaron hincados, llorando, con ganas de morir, pero sin poder decirlo. El patrón, sin pensarlo dos veces, le disparó al hijo en su nuca y luego se dirigió para con el hombre y le dijo: —A ti…a ti te dejo vivo. A ver si a así aprendes a obedecer cabrón.
Mientras Martin recordaba esto, el patrón regañó a la persona del otro lado del teléfono: —¡No me importa un carajo como chingados le haces, pero más vale que estés aquí antes de que amanezca! —los gritos resonaron entre las paredes de la cabaña. Martin entornó su cuerpo hacia él y lo miro con preocupación.
—¡Qué me ves! —Volvió a gritar el patrón—. Párate de ahí y haz hablar al otro.
Martin sabía que se refería al rehén; al que alguna vez fue padre de una hija e hijo, fiel esposo, y humilde agricultor. Agarró su rifle. Se apoyó de la pared y con los pies medio dormidos empezó a caminar hacia el otro cuarto donde estaba preso. Una imagen en la mente de Martin hizo que se regresara a los momentos después de que el patrón le dijera al hombre que lo iba a dejar vivo.
En ese momento los tres oyeron disparos provenientes de la calle. Había otros dos sicarios que estaban cuidando las camionetas en las que llegaron. Ellos abrieron fuego en contra de los policías que los habían encontrado. El patrón sabía inmediatamente quién había sido el soplón. Se tiraron al piso para cubrirse de las balas perdidas. El hombre vio su oportunidad para gatear fuera de su propia casa y salir por la puerta trasera. Martin lo notó y en medio del pánico apuntó su arma, pero no sabía si disparar o no. Tenía un tiro claro hacia su espalda. Una bala en el lugar correcto y lo mataba o lo paralizaba. El patrón también lo vio, pero él, sin cavilar, apuntó su arma y jaló el gatillo. El balazo que le dio entró en el costado de su pierna izquierda.
—No hay que matarlo —dijo el patrón—. A ese hijo de puta no lo llevamos vivo. En los ojos de su patrón, su lealtad seguía presente.
Ahora, en esa cabaña semi-vieja y llena de veladoras por la carencia de electricidad, Martin se preguntó a sí mismo: «¿Seguirá presente? ¿Qué me costara?»
El rehén estaba empapado de sangre. Él y Martin tenían algo en común: querían dormir pero no podían. El estar sentado en esa silla con sus manos y pies atados interrumpía caer en sueño profundo. «Tarde o temprano su cuerpo se dará por vencido» pensó Martin. Agarró una silla y se sentó en frente de él. Estaba en un cuarto vacío. No había camas o muebles dentro de esas cuatro paredes, solo él atado a una silla de madera. Si no hablaba pronto se iba a morir por falta de atención médica. ¿Por qué aferrarse a quedarse callado? Solo lo conduciría a una muerte lenta. «Quizás ya está demasiado golpeado para mover los músculos de su boca» se dijo Martin en su cabeza.
—Dime donde está —comandó Martin. Su voz era gruesa pero esforzaba la garganta, debilitándola—. Si me dices donde está, te juro por mi madrecita, que en paz descanse, que lo dejo ir vivo.
La voz de Martin hizo que la cabeza del hombre dejara de moverse y empezara a hacer muecas. Trataba de hablar, pero su cara estaba llena de hinchazones de tanto golpe que el patrón le dio anteriormente. Tenía un derrame en el ojo derecho. Pronto también se iba a hinchar. Martin se preguntaba si iba a quedar tuerto.
El hombre pasó saliva. Limpió su garganta. Murmuró algo.
—¿Qué? —Martin se acercó.
—Máteme —el hombre repitió.
Lo hubiera hecho. Lo hubiera matado cuando tuvo la oportunidad de hacerlo hace unas horas. Cuando apuntó su pistola y tenía un tiro claro a su cuerpo. Lo hubiera hecho entonces y no hubiera sentido ningún tipo de remordimiento, y encima de eso, pudiera haber dormido mientras el patrón se encargaba de todo sobre el teléfono.
Martin recordó de nuevo el momento en que estaban los tres tirados en el piso cubriéndose de los disparos de afuera. —¡Ese pinche Raúl también me las va a apagar! —había dicho el patrón en voz alta mientras revisaba cuantas balas tenía el cartucho de su pistola de oro—. ¡Si no hubiera sido por él, no estuviéramos aquí!
Fue Raúl quien tuvo la idea de esconder la droga y el dinero ahí mismo, con esa familia, en ese pueblo. Ahora, cerca de quinientos mil dólares se esfumaron. Martin alzó la cabeza. Vio al resto de sus compañeros en cubierta detrás de la camioneta. Las ventanas blindadas estaban estrelladas por el impacto de las balas. Por los tres segundos que su cabeza se mantuvo asomada hacia afuera no vio a ningún cuerpo tirado; Ni de un policía ni de uno de sus compañeros.
—¿Y ahora que hacemos patrón? —preguntó Martin mientras agachaba su cuerpo al suelo de nuevo.
—Ayúdales a los demás. Yo aquí me quedo con éste hasta que hable.
Morir por su patrón. Su fiel mano derecha.
En la cabaña, sentado cara a cara con el hombre, Martin también recordó de como llegó a ese puesto de asistente. El patrón, al ver que Martin estaba dispuesto a dar su vida por él le dio un tiro entre las cejas al que ocupaba ese puesto, ya que esa persona no estaba dispuesta a dar su vida. Fue así como Martin adquirió ese título. Ahora su trabajo era seguir sacrificando su vida por alguien más. Y mientras el patrón viva, así seguirá.
El rehén seguía callado. No quería mover ningún musculo facial. Martin comenzó a ponerse impaciente. Quería que esto acabara. Su corazón empezó a latir más rápido. Su cuerpo se endureció. Apretó su puño derecho. La adrenalina comenzó a fluir por sus venas. Lo mismo sintió cuando el patrón le dijo que saliera con el resto de sus compañeros. Lo podía sentir de nuevo; su ametralladora entre sus brazos. Esperó a que los balazos se detuvieran y en menos de un segundo se alzó completamente y corrió detrás de la camioneta con el resto de sus compañeros solo para encontrar que uno de ellos ya tenía una bala en el lado izquierdo de su abdomen. Estaba perdiendo mucha sangre; derramando toda su pierna izquierda, pero Martin no sabía si ya se había dado cuenta o no ya que ni le ponía atención a la herida.
—¡José! —grito Martin y éste se volteó—. Te estas desangrando. José miró para abajo y notó la ropa llena de su sangre. No dijo nada entonces. Asintió y recargo su pistola.
Otro compañero de Martin tocó su hombro derecho. —Martin ¿Qué te dijo el patrón?
—Que saliera con ustedes. No se quiere ir hasta que el idiota ese hable.
—Puta madre —reaccionó José con miedo en su voz—. ¡Necesito ir a un pinche hospital! Me voy a morir.
—¿Qué caso tiene de que hable o no? Si nos quedamos aquí nos van a matar a todos. —Añadió el otro compañero.
—¡Y yo que chingados quieres que haga! Si él dice que no se va hasta que ese pendejo hable, no nos vamos. Y si nos matan, nos matan.
—Vámonos —sugirió el ensangrentado—. Dejémoslo ahí. A él es al que quieren no a nosotros; la otra camioneta está bien.
Martin ni siquiera contempló la idea de dejar al patrón. —No. Nos vamos todos —se dirigió al otro compañero—. Súbete a la camioneta y te paras aquí adelantito mientras yo voy por el patrón en la casa.
Al momento de que Martin entró a recogerlos de la casa, su compañero se subió a la camioneta y en menos de tres segundos después de que la encendió, los policías empezaron a disparar hacia ella, estrellando todas las ventanas hasta que finalmente la trasera se rompiera en cientos de pedacitos.
El compañero de Martin les pitó a los demás. Martin salió primero apuntando su ametralladora a los policías y el patrón apuntaba su pistola a la sien izquierda del rehén mientras lo sujetaba con su brazo envuelto alrededor de su cuello. Fue así como lograron salir de la casa sin que ninguna bala los tocara a ellos dos, pero durante esos mismos quince segundos, el claxon de la camioneta seguía sonando, y no era la mano voluntaria del sicario, era su cabeza perforada de la nuca que se quedó recargada en el volante.
Martin se detuvo por un instante antes de que reaccionara, al ver que no había más que hacer por él, jaló el cadáver fuera de la camioneta y lo dejó tirado en el piso.
—¡José! —gritó el patrón—. ¿Qué chingados estas esperando? ¡Súbete cabrón!
—¡No me puedo levantar! —respondió José.
Un charco de sangre se formó alrededor de José. Al ver esto, el patrón apuntó su pistola a su empleado. —Te voy a hacer un favor —le dijo, y le dio tres balazos. El último le tocó el corazón y murió en menos de un casi instantáneamente.
Los policías se agacharon sin tomar represalias. El patrón soltó al hombre y lo empujó dentro del asiento trasero de la camioneta. Después de ver por el retrovisor la muerte de su segundo compañero a manos de su patrón, Martin empezó a temblar de miedo. Cerraron las puertas y arrancó la camioneta.
Detrás de ellos, a solo un par de metros de distancia, las patrullas se empezaron a movilizar.
—¡Piérdelos Martin! —comandó el patrón.
—Allá atrás hay más armas. Agarre una y dispáreles —dijo Martin.
—¡Hijos de su puta madre! No saben con quien se meten —decía el patrón mientras agarraba la AK-47 que estaba ahí. Las sirenas de las patrullas empezaron a sonar seguidas por la voz sobre el altavoz del policía que ahora les decía que detuvieran el coche. A lo que el patrón respondió con balas, haciendo que una patrulla saliera de control y parara completamente antes de que chocara con la otra.
Ahora ya acercándose a la zona urbana del pueblo, Martin empezó a dar vueltas sobre las calles haciendo que poco a poco las patrullas lo perdieran. Si hubiera habido un helicóptero, era mejor considerarse muertos, pero no había nada volando sobre ellos. Siguió dando vueltas y vueltas pero también cuidando en no formar un círculo o cuadrado que lo lleve al mismo lugar dos veces. Le tomo casi diez minutos. Hasta que llego a una orilla donde encontró el portón de un taller abierto. Estacionó la camioneta en una esquina. Se oían las sirenas que se acercaban, se alejaban, y se volvían a acercar. Martin se bajó del coche y cerró el portón. Rezó para que no los encontraran.
El lugar era oscuro con solo unos rayos del sol que entraban por debajo del portón y de las orillas del techo. No había nada, solo la maquinaria de un coche en el centro del lugar y aceite derramada en el piso. En la calle Martin no vio a nadie. Así que asumió que nadie los vio a ellos entrar. El dueño de ese lugar, quien sea que fuera, tarde o temprano iba a llegar. El lugar se veía abandonado, pero no por completo. Solo se podían quedar ahí unas horas. El patrón azotó la puerta de la camioneta. Se oían los gritos y la golpiza que le empezó a dar al rehén. Martin los podía oír.
«¿Qué vida es esta?» se preguntó Martin. El aporreamiento que recibía el rehén lo puso a dudar de muchas cosas. Era una tristeza mezclada con cólera que empezó a sentir. Esa misma cólera fue la que hizo apretar sus puños, y que alzó la adrenalina por sus venas para que diera su vida por el patrón, y la misma que sintió en la cabaña en frente del rehén torturado. Con una mirada amenazante, con los puños listos para otra golpiza, Martin se detuvo y desplazó su cólera mediante un golpe al costado derecho de la silla en la que estaba sentado.
«¿Para qué seguir lastimándolo?» se dijo en su mente.
Martin tenía hambre. Tenía sed. Pero sobre todo tenía sueño. —No es tu culpa —le decía al otro—. No es tu culpa. No es tu culpa. Pero entonces ¿de quién es? La suya. La de los policías. La del patrón. «Sí. La del patrón…eso es el costo de mi lealtad. Mi vida. Pero mi vida por la suya no vale la pena.» Martin pensó. Asi que desató los brazos y pies del hombre. Sostuvo su arma. Pensaba en usar las balas que aun cargaba.
Cayó la noche y no fueron encontrados dentro del taller. Con las luces apagadas de la camioneta, usando los terrenos alternativos a las carreteras, manejando por dos horas completas, finalmente llegaron a esa cabaña envuelta de cerros.
Ahora, Martin Jiménez estaba cara a cara con el patrón, apuntando su pistola hacia él.
—Quieto —dijo el patrón. Sacó su pistola de oro y también la apuntó. —¿Qué estás haciendo? —preguntó.
—Lo que debería haber hecho hace mucho tiempo.
—Pinche malagradecido. Todo lo que te he dado, ¿y así me lo devuelves?
—Tú no me has dado nada. Eres a mí al que le tienes que agradecer por tu puta vida.
—¿Y no lo he hecho? ¿No te he dado lo que quieres? Mírate en un espejo. Ve la ropa que usas. Las marcas de ropa que usas no son nada baratas, ni las putas con las que te acuestas. Tócate la cartera y dime si no hay fajos de dólares ahí metidos…no seas tonto y baja el arma.
—¡No! —exclamó Martin—. ¡Estoy harto de esto! Estoy harto de que nosotros nos salgamos con la nuestra. De que tú sigas vivo.
—Vete en un espejo —respondió el patrón—. ¿Te quieres hacer el pinche héroe que no eres? Entonces mátame y vas a ver que eres el mismo pedazo de basura que yo.
—Pero la diferencia es que le haría un favor a la gente… y quizás al mundo.
—No digas mamadas Martin. Ni que fuéramos los únicos haciendo esto.
—Por algo se empieza.
—Martin, te doy tres para que alejes esa pistola.
Se vieron a los ojos. El patrón empezó a contar. Martin sabía que ahora o nunca: morir o matar; sufrir o
descansar; ser leal o traicionar. Y en medio de esta decisión, un disparo sonó.
En ese momento el humilde y viudo agricultor salió del cuarto. Con su ojo derecho vio como el cuerpo del leal Martin Jiménez cayó al suelo. Finalmente dormía en paz. Para el rehén, si el patrón vivía o no, a él no le importaba, y tampoco le importaba si lo quería matar. Después de todo, un muerto más no reparaba el daño. Nada iba a devolverle a su familia.
Ivan Salinas :I currently live in Van Nuys, CA. I was born in Mexico City and I lived there until I was ten years old. Although my major is undecided I want to pursue a career as a film’maker and/or novelist. I am fortunate to be exposed to the Mexican and American culture, gastronomy, art, and politics that have served an essential role in the content of my work–and will continue to do so.